Hay un solo tatuaje que el tatuador de los rockeros quisiera tener más grande; que se arrepiente de habérselo hecho pequeño o, mejor dicho, de no haberse dejado un lugar entre tanta tinta para que resalte del resto. Es el que dice “Villa Lugano”.
“Me tatué el nombre del barrio porque yo a Lugano le debo todo; es el único que quisiera tener más grande porque me da orgullo ser de Lugano”, cuenta Diego Starópoli, 42 años y 25 de tatuador, al frente de Mandinga Tattoo, el único local de tatuajes del país que tiene programa de televisión propio y está en Lugano.
Allí hay más personas que llevan al barrio en su piel. Otros dos tatuadores del local también los tienen. Y Starópoli dice haber perdido la cuenta de los clientes que pasaron por ahí para tatuarse Lugano o Mataderos, y otros. Porque los porteños encontraron otra forma de mostrar su amor barrial, su sentido de pertenencia: tatuarse sus barrios.
Cuando Starópoli se lo hizo, en 1997, no había visto a nadie tatuarse el nombre de un barrio. Lo más parecido se vio un poco más adelante. Eran algunos “Buenos Aires” de los vecinos que viajaban a vivir a Europa tras la crisis de 2001. Pero él aclara que hace cinco años comenzó a ser algo más normal para los porteños. Una tendencia.
Solo por su local pasaron clientes que se llevaron grabados en la piel barrios como Mataderos, Flores, La Paternal, Villa Luro, Villa Urquiza, Belgrano, Villa Devoto, Núñez.
En otras casas de tatuajes los tatuadores aseguraban haber tatuado Villa Pueyrredón, Parque Chacabuco, Almagro, Floresta y Boedo, entre otros.
En general el precio arranca en $ 300 pero va variando según el tamaño.
“Primero, los pibes se los hacían por una cuestión más sectaria. Eran de los barrios más humildes, o de barrios que tenían clubes de fútbol. Y después fueron apareciendo los otros: los que los pedían por un verdadero amor al barrio. Pero es una movida que en general pasa en los barrios de clase media tirando a baja. No te vas a encontrar un Recoleta o Barrio Norte”, aclara Starópoli.
En los últimos años se sumaron los que se tatúan las calles o esquinas donde pararon. O números del código postal de su barrio. O números de la altura de la casa en la que viven o vivieron durante su adolescencia. O retratos de barrios de monoblocks.
“El 80% son clientes que realmente sienten ese tatuaje, que se lo hacen en lugares visibles porque quieren que el resto lo vea. Te lo piden en la panza, en la espalda o en cualquier lugar que pueda resaltar. Los otros se lo hacen como una manera de tener onda. Lo mismo que buscan al pedir el logo de una banda de rock”.
Starópoli tatúa ahora, ocho de la noche de un martes, en uno de los ocho boxes que tiene el local. El cliente de hoy es Nicolás Di Leva (24). Se está remarcando un “Villa Luro”. Abajo, se le lee “Un sentimiento, no traten de entenderlo”.
Cuenta que la idea surgió hace 12 años, cuando era un chico y apenas podía hacerse esos tatuajes que venían con los chicles. Fue, más precisamente, cuando vio a otros chicos, más grandes, que habían jugado en el club donde jugaba, aparecer con un “Villa Luro” tatuado. Y era de verdad, no de esos que se borraban con agua. Se los vi a mi hermano y tres pibes más y ya me lo quería hacer. Me acuerdo que pensé ‘yo también lo voy a tener’”.
Di Leva calcula que en Villa Luro hay entre 40 y 50 personas que se tatuaron el nombre del barrio. Todos se conocieron en el club “Amigos de Villa Luro”, donde hoy Nicolás sigue jugando, pero al futsal.
“Más que por el club o por el barrio es por la amistad del grupo. Como una representación de la amistad. El club, el barrio, es la excusa, es lo que nos une” agrega.
“Las historias- remarca el tatuador Diego Starópoli mientras lo escucha- siempre son parecidas. En estos tatuajes, hay una historia. Una razón para mostrar algo. Algo que puede ser moda, pero que en realidad es otra cosa. O mucho más que eso”.
“Este tatuaje es para que si estoy en la playa, vean de dónde soy; que sepan que soy de Villa Luro. El tatuaje me da una identidad”, agrega Di Leva, resumiéndolo todo.